Ariel Rodríguez-Vargas
Los humedales son el cuerpo húmedo del planeta, cuerpos de agua grandes y pequeños con abundante diversidad de especies. Los humedales sin dudas conectan continentes, culturas y especies. Desde el Pantanal en Sudamérica, donde los jaguares cazan entre enormes espejos de agua, hasta los Sundarbans en Bangladesh y la India, donde los tigres de Bengala nadan entre manglares salobres, estos ecosistemas no son solo paisajes: son ecosistemas con memorias líquidas de la Tierra. Albergan poco menos de la mitad de la diversidad biológica mundial, filtran el líquido vital, nos protegen de inundaciones severas y capturan más carbono que todos los bosques tropicales juntos. Son los reservorios del denominado carbono azul. Sin embargo, su nombre resuena hoy como un grito ahogado: en los últimos 50 años, hemos destruido el 35% de estos maravillosos espacios naturales. ¿Cómo podemos destruir lo que nos sostiene? Sirva el 2 de febrero el “Día Mundial de los Humedales” como un día de reflexión mientras recorremos los humedales más emblemáticos del planeta, para aprender y asumir compromiso generacional con el presente y con el futuro de estos maravillosos ecosistemas.
En las Américas, desde las aguas turquesas del Caribe hasta los confines de América del Sur, los humedales despliegan su vitalidad. El Pantanal, el humedal tropical más grande del mundo en Brasil, Paraguay y Bolivia, hogar de jaguares, osos hormigueros gigantes y guacamayos azules trazan la trama de la biodiversidad sudamericana. Más al norte, los Everglades de Florida con manatíes y caimanes, mientras en México, los Pantanos de Centla en Tabasco emergen como un Amazonas en miniatura. Sin embargo, las obras de infraestructura, la expansión agrícola, los incendios y la urbanización masiva los ahogan lentamente, recordándonos que incluso los gigantes ecológicos tienen puntos débiles. En Panamá también tenemos nuestros humedales: los manglares del Golfo de Chiriquí, Golfo de Montijo y Golfo de Panamá y los dos grandes humedales de aguas dulces, salobres y saladas como son San San Pond Sak y Damani Guariviara en el Caribe. Tenemos mil más incluyendo nuestros ríos y arrecifes de coral.

Los manglares de David son un patrimonio natural protegido de la provincia de Chiriquí. Foto: Benny Wilson.
África con sus oasis de vida en medio de sequías y conflictos eternos. El Delta del Okavango, en Botswana, transforma el desierto del Kalahari en un laberinto acuático donde grandes elefantes y leones beben bajo cielos infinitos y un paisaje alucinante. Al otro extremo del continente, las turberas de la Cuvette Centrale, en la cuenca del Congo, almacenan billones de toneladas de carbono bajo su suelo esponjoso, un tesoro climático amenazado por la explotación petrolera. Estos humedales no son solo ecosistemas: son el corazón mismo de comunidades que luchan por sobrevivir entre la indiferencia global, que se preocupa más por el arsenal bélico para auspiciar guerras y no en el presupuesto para la restauración de los ecosistemas que legaremos a las generaciones venideras.
Eurasia teje una red de humedales donde confluyen historia y fragilidad. Entre los estuarios del Ganges y Brahmaputra tenemos el mayor bosque de manglares del planeta que protegen de los rigurosos monzones cada vez más violentos. En Europa, las marismas de Doñana, en España, sirven de último bastión a lo poco que queda de fauna en Europa, pero que para colmo, se secan por pozos ilegales para cultivos exóticos. Más al este, las turberas del Gran Pantano de Vasyugán, en la Rusia siberiana, actúan como gigantescos acondicionadores del Ártico. Todos estos paisajes, testigos de civilizaciones y migraciones, hoy enfrentan un enemigo común: la voracidad humana que prioriza el progreso efímero sobre la permanencia ecológica.
La región Asia-Pacífico guarda humedales que son espejos de culturas milenarias. El Tonlé Sap en Camboya, un lago que vive al ritmo del río Mekong, sostiene a miles de pescadores, pero las represas río arriba amenazan su ciclo vital. En Australia, los humedales de Kakadu, albergan lagunas donde flotan nenúfares y leyendas ancestrales, aunque la minería de uranio está envenenando sus aguas. Nueva Zelanda protege el Firth of Thames, un estuario clave para aves playeras, mientras Japón ve desaparecer los arrozales de Tokio, por el crecimiento urbano cuasi infinito. En medio de todo esto la extinción hace su trabajo en silencio. Por todos lados parece que andamos con afán destructivo, que le llamamos desarrollo y crecimiento.
En las regiones polares y latitudes extremas, los humedales son guardianes del clima global. Estos ecosistemas, frágiles y remotos, son termómetros del planeta: su degradación no es sólo una pérdida local, sino una alarma que resuena en cada dirección de la rosa de los vientos del planeta. Si los humedales polares caen, el colapso climático será sencillamente arrollador.
Proteger los humedales del planeta no es un acto de romanticismo ecológico, sino de lucidez existencial. La verdadera amenaza existencial de los pueblos del mundo, no son las armas avanzadas de unos, si no la destrucción ecológica del planeta. En las aguas quietas de los humedales late el equilibrio climático, en sus raíces se esconde la medicina del mañana, en sus lodos se escriben las crónicas de civilizaciones pasadas. Si adoramos la vida, no podemos financiar la destrucción de los humedales. La esperanza, sin embargo, persiste en proyectos de restauración, en leyes que se endurecen, en comunidades que defienden sus lagunas como santuarios. Los humedales son la última frontera entre un planeta habitable y el caos. Su destino no es una casualidad, sino una elección. Y en esa elección, nos jugamos todo.
En el Día Mundial de los Humedales 2025 con el lema: “Proteger los humedales para nuestro futuro común”, invita a realizar acciones colectivas concretas a fin de conservar los humedales como ecosistemas fundamentales para un planeta sostenible. ¡Manos a la obra!
El autor es Presidente de Proyecto Primates Panamá